Publicada en 1940, La Invención de Morel no puede evitar verse un poco antigua. Tiene esa prosa intelectual, dada a los arrebatos de erudición y las expresiones en francés o latín, propensa a citar a los clásicos, y que hoy día se nos hace poco ágil de leer.
Además, hace uso de la narración introspectiva de un protagonista desquiciado y paranoico, tan característica de los autores rusos de final del XIX y principios del XX. Esto, unido a sucesos un tanto extraños y un narrador poco fiable, que admite no saber que sufre de alucinaciones y desconfía de su propia memoria, resulta en una primera parte un tanto tumultuosa, por no decir confusa. Al menos hasta que te sitúas en qué está pasando, cosa que a mí me llevó... casi 50 de las 100 páginas de la novela.
La idea tras el misterio —que no voy a desvelar aquí—, una vez que el libro decide explicarse y dejar de fingir ser una novela sobre un fugitivo medio loco obsesionado con una mujer a la que no se atreve ni a saludar, es realmente buena. Tanto es así, que pese a mi escaso aprecio por los retellings y los reboots, me gustaría leer una historia de corte más moderno en torno a esta misma premisa, porque creo que tiene potencial.
Con esto, no pretendo desdeñar a la obra. Todo lo contrario. Lo que quiero transmitir es que el libro está bien. La idea es buenísima, la resolución final me ha encantado, y todos los hilos de la trama acaban satisfactoriamente atados. Pero la presentación de la historia he de reconocer que ha envejecido regular y hay que afrontarla con la predisposición adecuada.
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